miércoles, 29 de diciembre de 2010

CONCILIACIÓN FAMILIAR Y LABORAL: LA GRAN ESTAFA


ARTÍCULO PUBLICADO EN "EL DIARIO VASCO" EL 26 DE MAYO DE 2010

ARTÍCULO PUBLICADO EN "LA OPINIÓN DE TENERIFE" EL 12 DE OCTUBRE DE 2010

 




Soy una mujer que pasa de los cuarenta años, casada, madre de dos hijos y profesional liberal de la rama jurídica.

Últimamente, y cada vez con mayor frecuencia, me pregunto en qué momento de la historia reciente comenzó a degenerar la estructura social tal y como estaba establecida cuando yo era una niña. Reconozco que han pasado algunas décadas, pero tampoco demasiadas. Al menos, no tantas como para no recordar con claridad el extraordinario papel que desempeñó mi madre y, como ella, miles de madres, que dedicaron vidas enteras a la educación y el cuidado de sus familias. Gracias a aquellas mujeres que no pudieron, voluntaria o involuntariamente, cursar estudios ni desempeñar oficios ajenos a sus ocupaciones domésticas, las mujeres de mi generación pudimos acceder en algunos casos a escuelas y universidades y, en otros, a decidir de qué modo queríamos desarrollar nuestras capacidades intelectuales más allá de las cuatro paredes de un hogar. Supuestamente, teníamos al alcance de la mano la posibilidad de formar parte de una sociedad de iguales, en la que compatibilizar trabajo y familia no fuera una utopía. Por desgracia, el tiempo se ha encargado de arrancarnos la venda de los ojos, por más que algunas se resistan a reconocerlo.

Día tras día observo a infinidad de mujeres agotadas por el ritmo frenético de ocupaciones al que se ven sometidas trabajando dentro y fuera de casa y soportando el cargo de conciencia de no poder atender a sus propios hijos por falta de tiempo y de energías. Veo a cientos de niños cuyas infancias transcurren  bajo los cuidados de unos abuelos habitualmente estresados por su condición de padres sustitutos o al cargo de otras mujeres consideradas de menor cualificación que sus madres biológicas y que,  en determinados casos, ni siquiera les vigilan con unas garantías mínimas. El resultado salta a la vista y no puede ser más desolador. Menores abocados a alargar sus jornadas escolares en actividades que les mantengan entretenidos hasta que los adultos terminen sus respectivos trabajos, adolescentes que pasan solos tardes enteras sin ninguna supervisión y cuyos resultados académicos dejan mucho que desear, madres exhaustas que apenas encuentran un hueco para practicar deportes o disfrutar de aficiones en beneficio propio, padres que no están dispuestos a arriesgar sus ascensos  por llevar a los niños al pediatra o ir al supermercado, jubilados que hipotecan su merecido tiempo libre cuidando obligatoria en vez de opcionalmente a sus nietos.

En definitiva, por más que busco las grandes ventajas de este progresista y avanzado modelo femenino, sólo me doy de bruces con los inconvenientes que genera, principalmente para las propias afectadas y, como si  fuera una torre de naipes, para el resto de la sociedad. Y, aunque se vislumbran algunos avances en cuanto a la actitud y la buena voluntad por parte de un número cada vez más significativo de hombres, está comprobado que todavía las rutinas masculinas han variado mínimamente. Los expertos en cuestiones sociales insisten en que la clave del verdadero cambio está en la educación que reciben los pequeños en los ámbitos escolar y familiar y seguramente tienen razón pero se trata de una tarea ardua y a largo plazo. No parece razonable que la solución pase por desperdiciar los avances que la mujer ha logrado en su batalla por la igualdad.

Más bien, convendría reflexionar si ésta es la igualdad a la que aspirábamos o si, por el contrario, sería más inteligente y beneficioso reproducir en alguna medida la existencia menos frenética que llevaron anteriores generaciones de mujeres. Mujeres como mi madre, que siempre te esperaban en casa al volver del colegio, con una sonrisa y un bocadillo de los buenos.

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