miércoles, 29 de diciembre de 2010

SOBRE EL JURADO POPULAR Y SUS INSENSATECES


ARTÍCULO PUBLICADO EN "LA OPINIÓN DE TENERIFE" EL 9 DE NOVIEMBRE DE 2010







El pasado día 27 de octubre se dio a conocer el veredicto final en un caso de homicidio que tuvo lugar en la ciudad navarra de Tafalla en el año 2009. Los nueve miembros que conformaban el jurado popular (una mujer y ocho hombres) decidieron, tras múltiples y tensas deliberaciones, declarar inocente a la acusada, una víctima continuada de malos tratos  que, en el transcurso de una discusión,  mató a su marido con  un cuchillo de cocina. La absolución de la acusada se produjo por un voto de diferencia, circunstancia que avala las enormes dificultades sufridas por estos ciudadanos a la hora de decantarse por uno u otro fallo.


Como es lógico, la repercusión mediática de este proceso ha sido muy notable y tanto las cadenas de radio y televisión como la prensa escrita se han hecho eco de la noticia, reviviendo una vez más la polémica que acompaña a este particular modo de hacer justicia. La figura procesal del jurado es una de las opciones que un sistema jurídico puede escoger para resolver determinados conflictos, a diferencia de la vía clásica que la deja en manos de un solo juez o de un tribunal compuesto de varios magistrados. Procede del derecho inglés y aboga porque cualquier ciudadano de a pie pueda participar en la Administración de Justicia. En el caso de España, compete al propio juez admitir o no a trámite las denuncias o querellas y controlar cada uno de los cauces del proceso, circunscrito exclusivamente a asuntos penales. Asimismo, intervienen el Ministerio Fiscal y los abogados tanto de la defensa como, en su caso, de la acusación particular.


El debate social en cuanto a la conveniencia de esta figura ha estado latente desde el mismo momento de su implantación a través de la Ley Orgánica 5/1995, que desarrolla el artículo 125 de nuestra vigente Constitución de 1978. Las controversias que genera su utilización son manifiestas y, mientras sus defensores argumentan que es una solución democrática que evita los posibles abusos de algunos jueces profesionales y que constituye la única senda de participación ciudadana en el tercer poder –el sufragio sería su medio equivalente en el primero (legislativo) e, indirectamente, en el segundo (ejecutivo)-, sus detractores se centran en el riesgo de manipulación que corren una serie de personas sin conocimientos jurídicos (requisito sine qua non), susceptibles de dejarse arrastrar por las emociones en detrimento de la razón. Estos “jueces sustitutos” son extraídos de las listas del censo electoral de cada provincia con una periodicidad de dos años y el deber que contraen es inexcusable, salvo las causas previstas en la citada ley. Para cada juicio se procede a seleccionar un número de ellos no inferior a veinte ni superior a treinta de entre quienes, en el momento procesal oportuno, el fiscal y los abogados intervinientes eligen a aquellos que intuyen más proclives a sus intereses.


Muchas son las razones que avalan mi postura contraria al jurado popular, tantas que no tendrían cabida en el formato de este artículo, pero la principal es que no concibo que un valor tan trascendental como el de la libertad dependa de nueve personas sin una preparación específica adecuada, pese a que no pongo en duda ni su buena voluntad ni el ánimo de acertar en su decisión. ¿Sería acaso razonable colocar alrededor de una mesa de quirófano a unos ciudadanos con nulos conocimientos de medicina para que indicaran al cirujano jefe cómo debe intervenir  a su paciente? Con el máximo respeto hacia cualquier miembro de un jurado, sea cual sea su profesión -arquitecto, profesora, camarero, empresaria, parado o jubilada-, me temo que no están preparados, no sólo para emitir un veredicto de inocencia o de culpabilidad sino para tener que motivarlo jurídicamente y de forma obligatoria.


En definitiva, prescindir de jueces profesionales que han dedicado no pocos años de sus vidas a cursar la carrera de Derecho y a aprobar una oposición de Judicaturas  que les habilita para impartir justicia, me parece, en lo personal, una frivolidad y una insensatez y, en lo profesional, una amenaza para determinados derechos constitucionales, particularmente el derecho a no sufrir indefensión.

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