jueves, 10 de marzo de 2011

MARRAKECH EN LA MEMORIA


Cumpliendo un deseo largamente anhelado, conocí la fascinante ciudad de Marrakech en mayo de 2007 y, lejos de defraudar mis expectativas, todo en ella me resultó apasionante: la peculiar arquitectura árabe, la sugerente gastronomía, el zoco lleno de vida, la imponente mezquita, el palmeral infinito, la famosísima plaza central -su auténtico corazón- y las montañas nevadas del Atlas como bello telón de fondo.
Hasta entonces, sólo había tenido la inmensa fortuna de conocer Túnez, el más occidentalizado de los países del norte de África, pudiendo disfrutar intensamente de sus maravillosas playas, sus vestigios romanos, sus casas blancas y azules, su luz cegadora y su  inolvidable música. Aquella experiencia tunecina la guardo en el cofre de mis más preciados tesoros y confieso abiertamente que caí rendida a unos encantos que me revelaron un mundo desconocido que nada tenía en común con aquel otro que me vio nacer y en el que, en plena etapa universitaria, aún vivía.
Quienes afirman que la reencarnación existe tal vez justifiquen así la  extraña sensación de pertenencia a esa milenaria cultura que me invadió por completo cuando, en 1992, visité la Alhambra de Granada. Recorriendo cada uno de los edificios, escuchando el murmullo de las fuentes y paseando por los jardines entre fragancias de azahar me sentí como en mi propia casa.
Admito que mi visión pueda resultar en exceso subjetiva, por más que no me impida reconocer en esta civilización un lado oscuro que se extiende por ámbitos políticos, religiosos y culturales. Pero lo cierto es que las noticias que en las últimas semanas provienen de territorios tan cercanos y, paradójicamente, tan lejanos, me llenan de inquietud. Confío en que sus poblaciones amables, de mujeres y hombres de sonrisas blancas y ojos negros, alcancen la libertad a la que aspiran y gocen de un futuro mejor. Ojalá la suerte que hace siglos les abandonó cambie de rumbo y, finalmente, les abrace.


No hay comentarios:

Publicar un comentario