jueves, 15 de marzo de 2012

LOS PENSIONISTAS DAN DE COMER A LOS PARADOS

Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 15 de marzo de 2012



Cada minuto que pasa, la alarmante situación económica que padecemos nos ofrece nuevas y peores estadísticas para la tragedia. Ni los presagios más funestos podían augurar las cifras reales del descalabro que ilustra las portadas de los periódicos y que da forma a los titulares de los informativos radiofónicos y televisivos. A excepción de las grandes fortunas –que, una vez más, aprovecharán esta coyuntura para seguir aumentando sus patrimonios- la maldita crisis nos engulle a todos en mayor o menor medida y extiende su negra sombra sobre cada sector de la sociedad, desde los recién nacidos hasta los ancianos en su recta final.

Esta civilización occidental tan egoísta a la que pertenecemos, a diferencia de lo que sucede con la oriental, se caracteriza por el maltrato sistemático que inflige a sus miembros más veteranos. Es bien sabido que, en este primer mundo supuestamente desarrollado, la juventud y la belleza son unos ídolos de barro muy venerados y que hacerse viejo constituye el pasaporte perfecto para la invisibilidad. De nada sirven ni la experiencia acumulada, ni el tiempo libre (y, por lo tanto, aprovechable) que conlleva la jubilación, ni su afán por colaborar en las causas más diversas, máxime cuando las personas de más de sesenta y cinco años en nada se parecen a sus coetáneas de hace apenas medio siglo.

El hecho cierto es que, en épocas de bonanza, nos habíamos acostumbrado a prescindir de esos millones de conciudadanos que, amén de ser nuestros padres y abuelos, habían propiciado que sus descendientes viviéramos magníficamente gracias a su pasado de esfuerzo y privaciones. Mientras tanto, como signo inequívoco de ingratitud, un porcentaje considerable de ellos desperdiciaba sus últimas primaveras dando de comer a las palomas u observando las evoluciones de los obreros en lo alto del andamio.

Pero la vida, a menudo con retraso y siempre con intereses de demora, tiene la sana costumbre de cobrarse sus deudas y, ahora que el famoso estado del bienestar comienza a resquebrajarse, sus víctimas entornamos los ojos en busca de ayuda. Curiosamente, quienes antes resultaban improductivos y hasta molestos, aquellos que, a buen seguro, acabarían sus días en un geriátrico por no encajar en nuestro frenético ritmo de trabajo ni en nuestros planes de ocio vacacional, son los que ahora nos lanzan el chaleco salvavidas en forma de pensión de jubilación. Muchos de ellos llevaban lustros haciéndose cargo de los nietos para que sus padres y madres pudieran aspirar a una utópica conciliación familiar y laboral que, al menos para las mujeres, ha resultado ser una estafa de proporciones descomunales. Pero, a partir de este momento, la gran novedad estribará en que también tendrán que acostumbrarse a multiplicar el contenido del carro de la compra, amparados en el famoso refrán de que “donde comen dos, comen tres” (o seis).

Este fenómeno migratorio de nuevo cuño que protagonizan quienes retornan al hogar paterno por culpa del paro y de la reducción de ingresos aumenta a pasos agigantados y va a modificar en profundidad el tejido social que nos sustentaba hasta la fecha. De hecho, las listas de espera para acceder a las residencias de la tercera edad se han reducido drásticamente y el abandono de ancianos en las urgencias de los hospitales está dejando de ser una conducta excepcional. No hay dinero. Así de sencillo.

Menos mal que siempre existen mentes privilegiadas capaces de rentabilizar la miseria humana derivada de la crisis. Sólo así se explica la creación por parte de Deutsche Bank de un fondo de inversión que permite a sus clientes apostar indirectamente sobre la esperanza de vida de septuagenarios, octogenarios y nonagenarios. Desde luego, como ejemplo incontestable de la falta de conciencia y de la ausencia de moral no está nada mal. Tal vez estén barajando otras apuestas basadas en el número de víctimas anuales por violencia de género o de niños desaparecidos sin dejar rastro. ¿Hay quien dé más?

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