domingo, 29 de abril de 2012

¿EL ESPECTÁCULO CONDENA A MUERTE A LA CULTURA?

Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 29 de abril de 2012




El escritor peruano Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura 2010, acaba de presentar su última obra, un ensayo que lleva por título “La civilización del espectáculo”. En él, el autor critica la banalización de las artes, la constante confusión entre valor y precio, la tiranía de la diversión y la peligrosa tendencia a la igualación por lo bajo. Alerta igualmente del elevado riesgo de una cultura diseñada para que sus consumidores tengan la impresión de estar a la vanguardia pero sin necesidad de acometer el más mínimo esfuerzo intelectual. Esta realidad encajaría a la perfección con los síntomas de una contagiosa enfermedad contemporánea: el convencimiento de que el fin último de la existencia humana es pasárselo bien.

No seré yo quien censure una vigente tabla de valores cuyo primer puesto lo ocupa el entretenimiento y cuya misión principal consiste en olvidarse de las preocupaciones cotidianas. Es un modo de vida perfectamente legítimo y hasta comprensible, luego no parece reprochable que muchos conciudadanos necesiten escapar de unas existencias sometidas a numerosas rutinas poco gratas. El verdadero problema se presenta cuando esa propensión natural al disfrute se convierte en un valor supremo ya que, de ahí a la generalización de la frivolidad, no hay más que un paso.

Vargas Llosa afirma que uno de los factores más determinantes para que este fenómeno se produzca ha sido la democratización de la cultura, exigencia propia de las sociedades liberales y democráticas, centradas en situar dicha cultura al alcance de todos, despojándola para ello de esa aura elitista que la asocia a la injusticia y a la desigualdad. Sin embargo, y como suele suceder en otros ámbitos, una iniciativa a primera vista tan loable ha conllevado en bastantes ocasiones el efecto indeseado de la trivialización y la superficialidad de los contenidos, justificadas –según él- en el discutible propósito de llegar al mayor número de usuarios posible. En otras palabras,  el afán de ganar dinero ha sacrificado la calidad a costa de la cantidad.

Este criterio ha acarreado consecuencias muy negativas en el campo del saber, siendo la más grave de todas ellas la degeneración de la cultura en espectáculo. El caos del “todo vale” y el destierro de lo históricamente aceptado como arte en aras de otras corrientes alternativas han roto en gran medida la capacidad crítica de las gentes. Por ello, el ensayista vaticina con cierto pesimismo que la Cultura con mayúscula tal vez ya no sea posible en nuestra época y perezca víctima de esa vocación de nuestro tiempo de formar especialistas que parcelan el conocimiento y lo hacen más hermético. Que, por mucho que se pretenda neutralizar el peligro del elitismo, finalmente el remedio sea peor que la enfermedad y tal democratización cultural propicie su empobrecimiento.

Es innegable que a estas alturas de la Historia los países supuestamente desarrollados han experimentado notables avances en todos los órdenes pero también han contribuido a sentar las bases de una cultura menos sólida, más endeble, sin apenas contenido, sustentada en el afán recaudatorio de sus promotores y amparada en la pasividad de los gobiernos de turno. Promotores, por cierto, que, recurriendo al argumento falaz de dar al pueblo lo que el pueblo pide, han rebajado el listón intelectual y artístico hasta límites insospechados.

Convencida de que la ignorancia es sinónimo de esclavitud, creo firmemente que una persona cultivada es una persona más feliz pero, sobre todo, más libre. Así pues, me pregunto: ¿resulta irremediable que la democratización de la cultura equivalga a su empobrecimiento? Prefiero pensar que no. Lo que sí me parece imprescindible es saber diferenciarla del espectáculo y, sobre todo, abstenerse de valorarla  en términos de rentabilidad económica.

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