viernes, 27 de abril de 2012

LA CARA AMARGA DE LOS ERRORES JUDICIALES

Nueva versión para la Revista de la Feria del Divorcio publicada el 29 de abril de 2012



Determinados casos de violencia de género asociados a una ruptura matrimonial recaen sobre mi mente y mi corazón y los hacen pedazos, siquiera temporalmente. Y a veces, por aquello de que la memoria es selectiva, una situación puntual obra como esa llama que vuelve a encender la mecha de tus recuerdos.
Así, esta semana, mientras solicitaba una de tantas revisiones a la baja de un convenio regulador de divorcio motivada por la crisis económica, recordé un caso del que tuve conocimiento  a través de los medios de comunicación y que, por su crudeza, me impactó enormemente. Acaba de cumplirse el noveno aniversario de aquella tragedia.
Se trataba de la historia de una mujer, Ángela, cuyo drama se había iniciado ocho años atrás, momento en el que su esposo asesinó a la hija de ambos, que por aquel entonces contaba con apenas siete años de edad. Esta desgracia no pasaría de ser una de tantas si no fuera porque la madre de tan inocente criatura había denunciado a su ex marido ante todas las instancias posibles la impactante suma de cuarenta y siete veces. Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos por evitar lo inevitable, aquel 24 de abril de 2003 dos disparos se saldaron con tres muertes ya que, después de matar a la niña, el padre se suicidó y ella se convirtió en un cadáver de por vida.
 “Te voy a hacer el mayor de los daños” fueron las últimas palabras que escuchó la mujer de boca del futuro asesino durante el juicio de separación matrimonial celebrado la víspera de la tragedia. No se equivocó en lo más mínimo. Desde que supo que el embarazo de su esposa no culminaría con el nacimiento de un varón, manifestó una obsesiva actitud de rechazo de tal magnitud que los psiquiatras le diagnosticaron un trastorno mental grave. Pero ni los informes médicos ni el rosario de denuncias previas en su contra obraron como suficiente argumento para que los tribunales le denegaran el correspondiente régimen abierto de visitas. Los magistrados consideraron prioritario el restablecimiento de las relaciones paterno filiales y pusieron así en grave riesgo derechos fundamentales de la menor como su seguridad, su integridad y, finalmente, su vida misma.
Sé por experiencia profesional que la Justicia no es perfecta, que quienes la imparten no están libres de cometer errores y que las consecuencias de la maldad son, ante todo, responsabilidad de quien la comete. No es mi intención hacer demagogia barata acerca de los errores judiciales, a sabiendas de que detrás de cada juez hay un ser humano y, por lo tanto, falible. Asimismo, conviene no olvidar que otras profesiones tampoco están exentas de ser desempeñadas entre luces y sombras. Pero, en ocasiones, casos concretos como el que atañe a esta familia han de servir de modelo para entonar públicamente el “mea culpa” por parte del Poder Judicial, aunque sólo sea para tranquilizar a una sociedad perpleja que se escandaliza con desgracias de esta trascendencia mediática. Y máxime porque esta, a su pesar, superviviente no buscaba dinero. Ni siquiera venganza. Pedía sencillamente que ese Estado social y democrático de Derecho del que formaba parte como ciudadana reconociera, después de su larga travesía por un desierto de instancias judiciales, su responsabilidad ante un caso tan evidente de anormal funcionamiento de la Justicia previsto en la ley.
No parece que sea mucho pedir.

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