domingo, 24 de junio de 2012

LA MUERTE, ETERNA ASIGNATURA PENDIENTE DEL GÉNERO HUMANO



La pasada semana  tuve el inmenso placer de asistir a la conferencia que Nieves Concostrina ofreció en el marco del Real Casino de Santa Cruz de Tenerife. Desde hace años soy una ferviente admiradora de esta periodista y escritora madrileña forjada en el desaparecido “Diario 16” y que posteriormente ha desarrollado su labor profesional tanto en la televisión como en las ondas. Su participación en los programas de Radio Nacional “En días como hoy”, “No es un día cualquiera” y “Polvo eres” se cuentan entre mis preferencias radiofónicas.

Mujer encantadora, vitalista, espontánea y accesible, nos deleitó a todos los asistentes con una charla titulada “Epitafios: entre el lamento y el sarcasmo”, provocando las continuas carcajadas de un auditorio que superó con creces el aforo de la sala. La autora manifestó una idea que comparto plenamente, al asegurar que la muerte sigue siendo considerada un tema tabú para la generalidad de las personas, más aún si se aborda desde la perspectiva del humor. Con sus palabras como trasfondo, fue mostrándonos una serie de epitafios escogidos, algunos tiernos, otros dolorosos, lo más, humorísticos, que nos ayudaron a todos los presentes a observar el tránsito a la otra vida con una actitud renovada.

Agradezco a Nieves Concostrina la labor impagable que está realizando en pos de modificar la visión negativa que las defunciones tienen en nuestra cultura occidental y su afán por hacer entender a oyentes y lectores que la vida es un lujo y una oportunidad única e irrepetible que no debemos desaprovechar.


Por su relación con el tema tratado adjunto mi artículo titulado “Clases particulares para afrontar la muerte” que publicó La Opinión de Tenerife el día 1 de febrero de 2011:




Hace más de una década sufrí en mis propias carnes una experiencia personal que habría de marcar mi futuro. Varias estancias hospitalarias precedieron a la muerte de mi madre y aquel período que ambas compartimos me sirvió para comprender que hay otros mundos en los que la enfermedad, la soledad y el dolor son compañeros inseparables. Mundos frecuentados por cuerpos enfermos que se sienten solos y desamparados. Mundos habitados por profesionales de la medicina y la enfermería, por voluntarios, por religiosos y por empleados de las áreas más diversas que, en la mayoría de los casos, son un modelo de entrega y solidaridad. Mundos en los que familiares y amigos están sometidos al yugo inexorable de los horarios de visita. Mundos temporal o definitivamente alejados de la felicidad, de la tranquilidad, de la cotidianeidad.

Desde entonces, siempre me he preguntado por qué no nos educan para la muerte desde que somos niños. Si la única certeza con la que nace el ser humano es la de saber que más pronto o más tarde morirá, no me parece tan descabellado que existiera un protocolo educativo que nos sirviera para afrontar de un modo positivo tan inevitable realidad. La larga etapa de aprendizaje que, durante nuestra infancia, tiene lugar en las aulas sería la más idónea para que nos informaran y nos formaran, junto al resto de materias tradicionales, sobre la comprensión y posterior aceptación de nuestra caducidad innata. Sin duda, nos ahorraríamos mucho sufrimiento y sería la mejor orientación para  valorar nuestra vida en su justa medida y, en consecuencia, aprovecharla intensamente.

No hay duda de que la muerte es una constante fuente de preocupación para el ser humano. En mi opinión, pocas son las personas que no tuercen el gesto cuando se aborda este tema y, en función de la postura que adoptan al respecto, las divido básicamente en dos grupos. El primero lo integrarían quienes dicen no temer el momento de su despedida terrenal y el segundo los que se horrorizan ante la perspectiva del final de su existencia. Confieso que yo aún no tengo claro de cuál formar parte. Dependo de mis estados de ánimo. Pero, en todo caso, unos y otros compartimos la misma sensación de vacío interior ante el fallecimiento de un ser querido.

La pérdida de un amigo íntimo fue el detonante que impulsó al magnífico guionista Peter Morgan a escribir la conmovedora historia de Más allá de la vida, última película dirigida por el maestro Clint Eastwood que, a través de estas líneas, me atrevo a recomendar abiertamente. Transmite el escritor con sorprendente sinceridad la terrible soledad que padeció cuando, de la noche a la mañana, perdió a un compañero muy cercano y se vio sin ninguna muleta en la que apoyarse para superar una situación tan dura como inesperada. Explica en sus entrevistas de promoción del largometraje cómo, días después del óbito, podía percibir con claridad una presencia que le acompañaba y que él asociaba al ser querido que acababa de desaparecer. Sin prejuicios y desde el convencimiento de que las almas emprenden el camino hacia una dimensión desconocida pero continúan influyendo en quienes compartieron su andadura mortal, Morgan entrelaza tres emocionantes relatos de seres que han sufrido experiencias cercanas a la muerte. Con seriedad, huyendo del sentimentalismo y construyendo un mensaje de esperanza, la cinta conecta con ese universo de miedos y dudas en el que todos nos vemos inmersos alguna vez.

Exigimos respuestas. Necesitamos consuelo. Muchos recurrimos a la fe. Otros, los más fieles defensores de la máxima “ojos que no ven, corazón que no siente”, abogan por la negación total. Nada de hospitales, nada de tanatorios, nada de cementerios, intentando en vano protegerse del dolor con esa actitud. Algunos, los menos, acuden a gabinetes de videncia movidos por la imperiosa necesidad de contactar con sus muertos, de darles un último beso, de zanjar conversaciones interrumpidas bruscamente cuando baja el telón. Así que la suma de todas estas circunstancias me lleva a considerar que nuestra fragilidad ante el tránsito desconocido por excelencia, seamos mujeres u hombres, jóvenes o viejos, creyentes o ateos, nos convierte en alumnos más que cualificados para recibir clases de la más trascendental asignatura pendiente: aprender a afrontar la muerte.

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