lunes, 28 de marzo de 2016

YENDO A CONTRACORRIENTE




Recuerdo que hace ya algún tiempo, coincidiendo con la presentación de su libro “El cuaderno de Maya”, leí en un suplemento dominical una entrevista realizada a la novelista Isabel Allende, en la que manifestaba algunas ideas que comparto plenamente. 

En una de sus confesiones se refería al concepto de "familia". No en vano, había sufrido en sus propias carnes el drama de perder a una hija de veintiocho años, víctima de una enfermedad metabólica. Esposa de norteamericano y residente en Estados Unidos, Allende forma parte de un clan latino muy unido, una especie de tribu del que es la matriarca y en la que sus miembros conforman una estructura de gran fortaleza. 

Por ello, le resulta muy chocante que en los países sajones mimen extraordinariamente a los niños mientras son pequeños pero, apenas terminan el instituto, les lancen a abrirse camino a toda prisa, ya sea en las Universidades o fuera de ellas, dando así por zanjada la convivencia en un hogar al que sólo regresan, en el mejor de los casos, para celebrar el Día de Acción de Gracias, renunciando voluntariamente a un contacto más personal y de carácter continuado. 

Personalmente, me cuesta un gran esfuerzo comprender esas supuestas bases científicas o sociológicas sobre las que algunas culturas defienden que lo más conveniente para el desarrollo de sus miembros es una rápida resolución de su futuro, preferiblemente -y ahí es donde discrepo abiertamente- lejos de sus núcleos familiares, como si éstos constituyeran un lastre para su evolución. A quienes pretendemos compartir con nuestros hijos algunas horas al día, aunque estén en plena adolescencia, y no renunciamos a disfrutar junto a ellos de unas jornadas de vacaciones anuales, se nos acusa con frecuencia de intentar prolongar más allá de lo razonable esa mutua necesidad de afecto y compañía. En definitiva, de ir “contra natura”. 

Sin ir más lejos, me consta que muchos jóvenes de mi entorno, a quienes he visto crecer y por quienes siento verdadero cariño, han disfrutado de estas jornadas de Semana Santa alejados de sus padres, amparándose en la idea de que, a partir de cierta edad, compartir una parte de su tiempo de ocio con ellos es un disparate y les convierte en el hazmerreír del rebaño. Se olvidan, eso sí, de un pequeño detalle: esos padres que, en ocasiones, les sobran, son los mismos que les financian el transporte, los alojamientos, las entradas para los conciertos y los caprichos de turno. 

De más está decir que admito cualquier opción educativa que sea respetable, convencida de que cada progenitor intenta acertar con el modelo que buenamente ha elegido para sus vástagos, pero percibo con tristeza un aumento de derrotismo y de auto justificación por parte de los adultos. Al grito de “ahora las cosas no son como antes” cierran los ojos y cruzan los dedos para que el destino no les juegue una mala pasada. 

Sé positivamente que bregar con un chaval que nos saca la cabeza o con una Lolita de hormonas revolucionadas no es tarea fácil, pero estamos obligados a cuidarles y a velar por ellos, aunque nos cueste más de una desavenencia prohibirles determinadas prácticas o restringir sus horarios de entrada y salida. De lo contrario, les estaremos haciendo un flaco favor que, probablemente, tendrá su reflejo en un futuro próximo. 

Por lo que a mí respecta, ni me conformo ni me resigno. Cada etapa vacacional seguirá siendo una nueva oportunidad para sentirme feliz, por la sencilla razón de que, sin dejar de respetar su esfera individual, dispondré de más horas para estar con los míos, para conversar con ellos, para escucharles y para ser testigo de sus silencios. Con independencia de la edad que tengan. 

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