viernes, 9 de junio de 2017

SOBRE PIERNAS ABIERTAS Y MENTES CERRADAS



Artículo publicado en La Opinión de Tenerife el 9 de junio de 2017

Artículo publicado en La Provincia (Diario de Las Palmas) el 14 de junio de 2017





Habiendo sobrepasado ya el medio siglo de vida, recuerdo a la perfección lo que ha costado que las mujeres se desprendieran de ciertas reglas incomprensibles, entre ellas, la de la obligación de cerrar las piernas. No hace demasiado tiempo, la que montaba en moto o a caballo como un hombre era considerada directamente una marimacho. Por desgracia, a día de hoy se sigue recurriendo a la utilización de chicas jóvenes como florero de competiciones y eventos o como adorno de contraportadas de prensa deportiva. 

También resulta repugnante el trato diferencial que aún se dispensa a la soltería en función del género, o la comprensión social que genera la promiscuidad masculina en comparación con la femenina. Por no hablar de la subsistencia como especie de los bocazas que expelen comentarios zafios sobre tetas y culos. Se trata de realidades que, sin ser computables como delitos o faltas graves, nos reducen a la condición de hembras. 

Pero, dicho esto, me temo que mi forma de entender el machismo no coincide en muchos aspectos con la de la CUP y la de Mujeres en Lucha, que comparten las recientes iniciativas de apoyar sendas campañas contra el despatarre masculino, por considerar que se trata de una práctica machista. Hasta la fecha, los medios de transporte lucían unas pegatinas en las que se obligaba a ceder los asientos a embarazadas, personas con carrito de bebé y gente mayor o con alguna discapacidad. Pero, por lo visto, había un detalle adicional en el que muchos usuarios no habíamos caído y que nos afecta cada vez que utilizamos el transporte público: la incomodidad de tener al lado a un hombre que esté invadiendo nuestro espacio con sus piernas. 

Y, así como a nosotras nos han enseñado desde pequeñas a sentarnos con las rodillas muy pegadas, deducen que a ellos les han transmitido otra idea de jerarquía y de dominio territorial. De modo que, para estas representantes políticas y asociacionistas, la invasión de la zona anexa es una muestra de micromachismo que puede incomodar físicamente y ofender moralmente a las sufridas viajeras femeninas. Con sinceridad, a mí no se me hubiera ocurrido semejante explicación ni en sucesivas reencarnaciones, ya que lo único que detecto es una muestra de mala educación como otra cualquiera (si me apuran, un poco más desagradable). 

El caso es que el citado colectivo feminista ha pedido al Ayuntamiento de la capital de España que se coloquen carteles contra el manspreading (se conoce que, si lo dicen en inglés, les suena mejor). Se ha anunciado desde el área de Políticas de Género y Diversidad, después de que se iniciara una recogida de firmas pidiendo esta novedad en los autobuses de la Empresa Municipal de Transportes y en los vagones del Metro. La colocación de las pegatinas comenzará la semana que viene. Frente al sí del Consistorio presidido por Manuela Carmena, la Comunidad de Madrid -liderada por Cristina Cifuentes- ha indicado que no contempla ninguna medida concreta, puesto que el Reglamento de Viajeros ya dice que a cada uno le corresponde un asiento. 

Ante semejante panorama, las omnipresentes redes sociales han comenzado a aglutinar comentarios de detractores y defensores de la apertura de los miembros inferiores masculinos. Para unos, consiste en una postura meramente biológica: aquello que tienen en la entrepierna les impide juntar las rodillas sin sufrir incomodidades. Para otros, tras la ausencia de cortesía, se esconde un pernicioso gesto de dominación del macho. Pero para la mayoría es, simple y llanamente, un ejemplo más de falta de urbanidad, sin ánimo lúbrico añadido. 

En resumen, ni entiendo la prioridad de la propuesta -como si no hubiera necesidades más perentorias que atender- ni comparto que se inviertan fondos públicos en una campaña institucional de este tenor. Debe ser que cuando voy en guagua o en tranvía me sumerjo en actividades tan gratas como leer u oír música y no me da por fijarme en las entrepiernas del sexo contrario.




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